La Coyolxauhqui, la primera delincuente organizada (y decapitada) de México
Tras conocer esta historia, ya no me cae de extraño la capacidad imaginativa y sanguinaria de los narcos mexicanos para cobrar venganza de sus enemigos.
Sí, estoy harta de mi. Todavía no sé lo que hago aquí. Tengo que reflexionarlo antes de lanzarme en una de mis largas disertaciones. Por el momento, le echo la culpa a Kokele.
Sufiye estaba por cumplir los 15 años y estudiaba en un colegio alemán. Era de piel muy blanca, de cabellos y ojos castaños de mirada bondadosa. Según mi padre y gente que la conoció, soy la viva imagen de ella.
Pese a que le doblaba la edad, Khalil se casó con Sufiye y la llevó consigo al Nuevo Mundo. No regresó a República Dominicana. Su destino era Honduras, donde la mayoría de las familias árabes ahí asentadas son de origen palestino. Pero el destino y una epidemia quiso que la frontera estuviera cerrada y los recién casados permanecieron en Belice, entonces llamada la Honduras Británica, a la espera de reiniciar su camino.
La frontera con México estaba a unos pasos. Y al abuelo lo convencieron de que se fuera a dar una vuelta a un poblado que estaban a punto de fundar porque había mucho futuro con el comercio y la explotación del árbol del chicle. Khalil accedió y se fue a dar un vistazo y en ese pueblo del lado mexicano conoció a un almirante que había sido enviado a un estado del sureste, entonces territorio federal y cárcel de los opositores de Porfirio Díaz, para poner orden entre los mayas, aún sumidos en la guerra de castas, y evitar que la bahía fuera refugio de barcos piratas.
El almirante, que acabaría de compadre, terminó de convencer al abuelo para que se afincara en ese pueblo que sería fundado con el nombre de Payo Obispo.
Payo Obispo
Era 1904, año de la fundación de Payo Obispo. Los abuelos ya se habían asentado ahí, estaba en construcción una casa hecha de la mejor caoba que esa tierra podía dar. Los que la conocieron –la consumió el tiempo y un huracán—dicen que era majestuosa, de casi toda la manzana y se asemejaba a un barco por su hilera de pequeñas ventanas redondas en lo alto que asemejaban escotillas.
Orgulloso, mi padre siempre cuenta y muestra un libro de la historia de la fundación del pueblo el cual documenta que en la acta que dio nacimiento a Payo Obispo, y que aún existe resguardada en el reloj de la plaza principal, están estampadas las firmas de Khalil y Sufiye, ésta con su apellido de soltera porque pese a su juventud ya se denotaba su carácter firme.
Imagen del Pontón Chetumal, nave histórica de la Armada de México que, al mando del Almirante Othón P. Blanco, llegó en 1899 a resguardar la Bahía de Payo Obispo de los contrabandistas ingleses. El pueblo tomaría después el nombre de la nave.
Sufiye, cuyo nombre significa "sabiduría", era una mujer única para su época. Era sumisa en apariencia, pero con un don de mando con el que estableció un matriarcado en la familia. Su imagen misma refleja esta dualidad.
En una fotografía antes de que diera a luz a su primer hijo, Zufiye luce dócil en su vestido negro, de cuello alto adornado con rosarios y collares, mangas largas estrechas, el delgado talle marcado y de larga falda en línea “A” que cae pesada para el caluroso clima de la costa del Caribe. El desafío brota en la postura, en la mirada: una mano está en la cintura en un gesto casi coqueto, haciendo gala de la curva en la cadera; la otra permanece recargada en una silla, los dedos extendidos, se expresa con ellos en un son de alegato; el rostro muestra la barbilla en alto, retadora, y mantiene los ojos fijos en la cámara, cómo inquiriendo e incitando a la lente que la observa fijamente.
La abuela dio a luz en Payo Obispo a cinco hombres y cuatro mujeres, de las cuales dos murieron de pequeñas. Y como la casa era bastante amplia, el abuelo Khalil dio cobijo a una hermana viuda y sus hijos, que habían vivido en Chile; a otro hermano, también con su prole, a la tía Guarde, que era hermana de la abuela, y a cuanto paisano que venía de Belén y buscaba techo temporal o permanente.
Cuentan que un auténtico batallón se sentaba a la mesa, atendida por Mrs Thompson, una adorable negrita de Belice cuyo hijo era el inseparable compañero de travesuras de Saleh, mi padre.
Al ser “baisanos”, los abuelos no tenían otra ocupación que el comercio, una enorme tienda llamada “El Nuevo Mundo” que vendía toda una variedad de mercancías traídas del Viejo Mundo. Ante la dificultad de abastecerse de productos del centro del país –cuentan que tomaba más de un mes viajar a la Ciudad de México desde el pueblo pues había que tomar un barco hasta Veracruz y de ahí en tren—, el abuelo se iba unos tres meses a Europa por mar y se abastecía de mercancía para un año.
Pese a la diferencia de edades y al machismo de la cultura árabe, en la casa familiar se estableció un matriarcado en el que doña Sufiye decía la primera y última palabra. Ella se encargaba del negocio mientras el abuelo, cuentan los del pueblo, se la pasaba sentado en la banca de un jardín leyendo viejos periódicos en árabe y fumando un cigarro tras otro –Khalil era ahorrativo, decía que sólo usaba un cerillo al día porque con el mismo cigarro que se consumía encendía el siguiente.
--Vayan con doña Sufiye--, solía decir el abuelo cuando alguien le llegaba a plantear algo sobre el negocio.
Muchas décadas después, el recuerdo cariñoso de los abuelos, sobre todo de Sufiye, sigue fresco en el pueblo. Cuando niña, un señor, a mis ojos un verdadero anciano, cada vez que me veía no desperdiciaba la oportunidad para decirme que me parezco físicamente a la abuela y cuán bondadosa era.
“Una vez de niño entré a la tienda y doña Sufiye me vio descalzo y me regañó. Yo le decía que mis papás no tenían para comprarme zapatos y ella entonces me dijo con voz fuerte, porque era una señora bondadosa pero con don de mando: ‘Pruebate unos y póntelos, cuando se te acaben vienes por otros’. Yo le respondí que no tenía dinero para pagárselos y ella me dijo que no me los estaba cobrando”, me contaba el señor Angulo.
Por aquella época, al no haber agua potable, se consumía agua de “curvato”, que era una suerte de tinaco que se alimentaba del agua de lluvia a través de canales instalados en los techos de las casas. Sólo las familias pudientes tenían los famosos curvatos y la casa de los abuelos contaba con varios y mientras la mayoría hacía negocio vendiendo la cubeta de agua, los abuelos la regalaban.
Adiós a México
Sufiye también era algo así como la curandera del pueblo. Aliviaba a los enfermos con preparados de hierbas y dicen que tenía unas manos benditas y suaves para sanar heridas profundas y molestias musculares. Y tampoco cobrara por esos servicios. Incluso los soldados destacados en ese entonces territorio federal, que contaban con servicio médico, buscaban a mi abuela para que los curara.
Este respeto y este cariño que se ganó la abuela entre la tropa le salvó la vida a mi abuelo en el preludio del adiós a México.
Ya nadie de la familia vive en Payo Obispo, pero el reloj de la plaza central resguarda el acta de la fundación del pueblo con las nombres de puño y letra de Sufiye y Khalil como fundadores.
Soldados entraban y salían a “El Nuevo Mundo” con la historia de que “el gobernador dice que si no le manda una caja de vinos y de whisky, que se las apunte y luego se las paga”. Por supuesto, la deuda nunca era saldada y el abuelo aguantó hasta que descubrió que era víctima de un “robo hormiga”.
La bodega de la tienda colindaba con el cuartel y las paredes eran de simple madera. Los abuelos empezaron a notar una sutil pero progresiva falta de mercancía, sobre todo de bebidas alcohólicas, y un día descubrieron que había una madera que hacía de muro y estaba muy floja, fácilmente se podía quitar y volver a poner. Era el pasadizo que utilizaban desde el cuartel para sacar de vez en cuando alguna caja de esto o lo otro.
Khalil se puso furioso y fue con el gobernador a reclamarle el pago de la cuantiosa deuda que el gobernador militar tenía con “El Nuevo Mundo”. Fuera de sus casillas, el abuelo se hizo de gritos con el abusivo gobernante, que insistía en pagar con los viejos bilinbiques, sin valor alguno, herencia de los sucesivos gobiernos post-revolucionarios. Khalil le exigía que le pagara con pesos oro.
--¡Es usted un terco! –le lanzó el gobernante militar a Khalil.
--¡Soy terco y turco!—, le remató el abuelo antes de írsele a golpes.
--A éste se lo llevan a la cárcel y me lo fusilan al amanecer—, consiguió ordenar el militar cuando los soldados le quitaron de encima al furioso turco, como entonces se le llamaba a los árabes por haber pertenecido al Imperio Otomano.
El abuelo por segunda vez en su vida fue a dar tras las rejas en suelo americano.
Fue un soldado el que le fue a dar la terrible noticia a la abuela.
--¡Doña Sufiye van a fusilar a su marido en la madrugada!
Ya caída la noche, la abuela fue a la cárcel y con voz rotunda les habló a los soldados.
--Liberen a mi marido--, les dijo con voz firme.
--Pero doña Sufiye si lo soltamos ahora nos metemos en problemas con el gobernador—le alegaban los militares.
--¡He dicho que lo liberen!—les advirtió la abuela sin rastro de temor en la voz.
Mi padre dice que mi abuela era una mujer con un rostro lleno de dulzura pero con un don de mando que nadie se atrevía a contradecirla.
Y los soldados obedecieron a la mujer, soltaron al abuelo, que se fue a esconder al Río Hondo, que hace frontera con Belice. Ahí se quedó, viviendo con los mayas, durante varias semanas. Los tíos mayores le llevaban comida y ropa. Un día, de noche, Khalil agarró una barca, navegó por el río y cruzó la frontera.
Era 1924 y el abuelo, tras pasar 20 años en Payo Obispo, tuvo que decir adiós para siempre pues jamás volvió a poner un pie en ese pueblo que tanto había amado.
Khalil terminó establecido en Honduras. La mudanza duró dos años y mi padre, con tan sólo seis años, también tuvo que despedirse de su “patria chica”, como cariñosamente llama a su estado.
Mi abuelo jamás se olvidó de México. En 1938, cuando la expropiación petrolera, envió una generosa cantidad de dinero para contribuir con el Estado a saldar la indemnización a las petroleras inglesas.
Sufiye tuvo dos hijos más en Honduras. La familia vivió por ahí de los 1940 en la Ciudad de México, pero Khalil jamás se encontró a gusto en la gran ciudad y regresó a Honduras en un adiós definitivo a México.
Unos años después, Sufiye regresó a la Ciudad de México pero sólo para morir. Fue trasladada desde Honduras para recibir atención médica de emergencia luego de que una apendicitis derivó en peritonitis. La iban a trasladar a Estados Unidos, donde se empezaba a utilizar la penicilina, pero no hubo tiempo. Murió plácidamente, se despidió de sus hijos, cerró sus ojos y se quedó como dormida, aunque ya había partido.
Los restos de Sufiye hicieron un viaje previo al definitivo hasta Honduras, donde había permanecido mi abuelo durante la enfermedad. Cuentan que fue un funeral muy emotivo, que toda la gente humilde del pueblo la acompañó en procesión hasta el cementerio porque, al igual que en Payo Obispo, su bondad le ganó el cariño de todos.
Khalil guardó riguroso luto y justo en el día 40 de la muerte de Sufiye, el abuelo se fue a dormir. Mi tío el mayor, que había estudiado medicina, lo checaba todas las noches. Su estado de salud era excelente.
Pero Khalil ya no despertó, dormido se fue a alcanzar a Sufiye en un último viaje.
Tal vez un buen ejercicio de presentación sea narrar la historia de los fedayines. Fedayín es el término en árabe que se utiliza para designar a los combatientes que luchan por recuperar la identidad palestina y construir un Estado-nación palestino. Aunque Palestina jamás existió como un país según los conceptos occidentales modernos, desde el amanecer de los tiempos siempre ha sido la Palestina habitada por los palestinos.
En árabe, es Falastine, viene de los "filisteos", los antiguos habitantes de esa codiciada tierra que curiosamente venían de Creta. Así como a algunos libaneses ahora les da por decir que no son árabes sino fenicios, entonces los palestinos podrían etiquetarse como cretenses o griegos. Pero ese no es el punto, entre los palestinos la identidad árabe, como un concepto histórico y cultural, no está a discusión. Concluída la II Guerra Mundial, a alguien (la ONU y los sionistas) se le ocurrió que Palestina debía desaparecer del mapa. Pero los palestinos se han resistido y tienen más de seis décadas librando una lucha desigual contra los sionistas de Israel.
Mi intención no es debatir sobre el conflicto palestino-israelí porque no hay suficientes blogs capaces de albergar semejante discusión. Me concreto a señalar que así como cada israelí nace soldado, cada palestino nace fedayín. Pocas veces se utiliza el término fedayín en femenino. En el lenguaje periodístico a una palestina se le designa como "una fedayín". Yo, libremente, feminicé el término y desde hace más de una década adopté el alias de Fedayina porque digamos que el 50% de la sangre que corre de mis venas viene desde tan lejana y añeja tierra. Físicamente también soy una fedayina.
Aprovecho la ocasión para presentar a la chica vestida de traje de graduación. Se llamaba Wafa Idris, era tres años menor que yo, y habló en pasado porque ya murió.
Wafa llamó poderosamente mi atención cuando conocí su historia: el 27 de enero de 2002, se forró de explosivos y se hizo estallar en un mercado israelí de Jerusalén. Tenía 28 años. Fue la primera mujer kamikaze palestina
Tras el impacto de la noticia, lo que realmente me puso en shock fue su imagen: diría que soy yo o que es mi gemela. El parecido físico es extraordinario, compartimos la misma piel clara, el cabello castaño que se riza en las puntas, la cara alargada, la frente amplia, el rictus de la boca, la nariz aguileña, la mirada, al mismo tiempo triste e ilusionada, que parece buscar algo que presiente jamás encontrará.
La imagen de la toga salió en la primera plana de la revista Time. En el periódico en que trabajaba entonces, mis compañeros estaban azorados de verme, y al mismo tiempo saber que no era yo, dando la nota con tan estremecedora y aterradora historia. Amigos a los que les muestro la imagen me preguntan: “¿Es la foto de tu graduación?”.
El colmo del extraordinario parecido fue cuando mi padre vio en el periódico Milenio una imagen de Wafa con un bebé en brazos. “¿Qué haces con ese bebé en el periódico?”, fue la pregunta de mi padre.
Esa imagen, tierna ciertamente, iba acompañada de la otra historia de Wafa, la de la mujer, la del ser humano. La leí y nuevamente me estremecí. Iba más allá de la palestina que se convirtió en un monstruo. El texto narraba que esta kamikaze bien podría ser confundida con una neoyorquina pues vestía de jeans, chamarra y siempre se esmeraba en su arreglo, maquillaje incluido.
Wafa era enfermera de profesión. Vivía en un campamento de refugiados palestinos de Ramalá y era voluntaria de la Media Luna Roja palestina (el equivalente de los musulmanes de la Cruz Roja). Estaba encargada del cuidado de los recién nacidos. Siempre quiso tener un hijo, pero era estéril. Estuvo casada, pero su esposo la abandonó precisamente por su imposibilidad de ser madre.
Esta Fedayina no era extremista ni fundamentalista, militaba en Al Fatah, el partido de Yasser Arafat, el más moderado de los colectivos palestinos que se distingue por ser laico.
Por eso la noticia de que se había inmolado sorprendió a todos en su pueblo, a su madre, a sus hermanos, a sus vecinos. Según el texto de Milenio su madre narró que ese 27 de enero de 2002 Wafa salió como siempre en la mañana rumbo a su trabajo, se despidió con una sonrisa en el rostro.
Confieso que soy de un afán redentor que raya en lo maternal y creo que el ser humano es bueno por naturaleza, pero su circunstancia –"Yo soy yo y mi circunstancia", decía Ortega y Gasset—los empuja a hacer lo inimaginable.
Así que me puse en los zapatos de Wafa, en su circunstancia de no tener una nación, de vivir una interminable guerra sorda, totalmente carente de oportunidades de una mejor vida.
Encima de todo, estaba su frustración de tener un vientre estéril en una sociedad donde la mujer debe tener hijos, no sólo por el machismo, sino por el imperativo de que nazcan más palestinos que de grandes sean fedayines y así luchar y conservar la identidad de Palestina.
No sé, tal vez todo eso se conjugó en el corazón de Wafa y la Fedayina terminó por estallar en todo el sentido de la palabra.
Ahí, en ese impulso suicida, encontré otro punto de identificación con Wafa.
En uno de los momentos más amargos de mi vida, yo iba conduciendo en la carretera. Lloraba, las manos me temblaban, la furia, la decepción, el desaliento, la tristeza y un encabronado reclamo a la vida se apoderaron de mí. Tuve el impulso de simplemente dar el volantazo e irme por la cuneta, acabar con mi vida, que mi auto estallara en mil llamas.
Pero una amiga, La Flaca, iba conmigo y no tenía el derecho de arrastrarla al a mi precipicio en llamas.
El enunciado completo de Ortega y Gasset también me salvó de ese momento de locura: “Yo soy y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.
Me salvé y con una sonrisa en el rostro puedo afirmar que soy una sobreviviente de esa cicunstancia de amargura.
Además, me acordé de Jaime Sabines, quien decía que los muertos sólo heredan pena a quienes los amaron.
También recordé la frase con la que Sabines, por cierto un baisano árabe, remata los amorosos, seguí manejando juiciosa sobre la carretera y me puse “a cantar entre labios una canción no aprendida” y me fui “llorando, llorando la hermosa vida”.
La Buena Moral, La Sociedad, Las Buenas Costumbres dictan que es de Buena Educación presentarse.
Lamento ir en contra de esos dictados pero por ahora me es difícil tratar de presentarme. Tendría que hacer un ejercicio introspectivo para el cual no tengo humor.
Hace unos días un amigo al que mi corazón quiere profudamente me dijo algo así como: "Fedayina es grande, sabe lo que quiere y pone el 100% en todo".
Estas palabras fueron como un bálsamo.
Pero dentro de mi, no termino de encontrarme, me veo al espejo y sólo veo esbozos de mi imagen.
Tal vez por eso estoy aquí, en un ejercicio de escritura.
Desde los 18 años me ganó la vida redactando, contando las historias de otros personajes, mientras que yo debo permanecer en el anonimato porque en la escuela me enseñaron que los periodistas no debemos formar parte del "espectáculo".
Tal vez escribiendo un poco de mi historia y la de quienes me rodean finalmente me encuentre y deje de estar harta de mi.
Sólo espero que este escribiendo no se asemeje a un jeroglífico.